- El obsequio del dios de la música
- Orfeo y Eurídice
- El final de Orfeo
Durante su infancia, Orfeo vivió en el Monte Parnaso, un lugar real en Grecia que según su mitología se consideraba el hogar de las musas, y la patria de poetas y artistas, fundado por Apolo. Este mismo dios se apareció un buen día ante Orfeo y lo obsequió amablemente con una bellísima lira de oro que él mismo le enseñó a tocar.
La habilidad de este niño prodigio en lo que hacía lo musical no tardó en manifestarse, y Orfeo superó el talento de su padre, de un dios, el de la música nada menos.
El joven Orfeo fue mucho más inteligente que otros antes que él y pese a su gran dominio del instrumento, jamás se le ocurrió presumir de ello, sabía que los dioses tenían un temperamento muy fuerte, y no soportaban ser superados por un mortal o semidiós en cualquier aspecto. En lugar de retar a las divinidades o burlarse, Orfeo dedicó su vida a perfeccionar más y más su arte, no sólo con la lira, también con su canto, pues además poseía una voz melodiosa.
Tal era su capacidad, que la propia naturaleza se conmovía al escuchar la dulzura de sus melodías: las ramas de los árboles se doblaban para escucharlo, el agua quedaba en calma, los peces salían a la superficie, los pájaros permanecían en silencio y se acercaban volando al joven. Todos querían oír las bellas canciones de Orfeo, un músico capaz de amansar a la más feroz fiera.
El joven Orfeo se casó enamorado y muy feliz, con Eurídice, una ninfa de las montañas de Tracia, muchacha que el gran músico tenía la absoluta certeza que era la mujer de su vida.
Una vez casados, la alegre pareja se estableció en un humilde y bello hogar. Ambos estaban contentos con poco, siempre que se tuvieran el uno al otro.
Lamentablemente, la armonía de los novios no duró mucho, una sombra pareció ceñirse sobre ellos e impedir su felicidad.
Un dios menor de la agricultura llamado Aristeo se obsesionó con Eurídice, que era muy bella, y la quiso para él. Una tarde, cuando la joven regresaba a casa por el bosque, el dios se le apareció y comenzó a perseguirla sin descanso, con la intención de capturarla. Eurídice, aterrada, corrió todo lo que pudo y gritó pidiendo auxilio, pensando que, con un poco de suerte, su marido podría oírla.
Y así fue, Orfeo tenía un oído excelente, y cuando oyó los gritos de su amada, corrió alertado en dirección al sonido.
Eurídice tuvo la mala suerte de tropezar con unos matorrales durante su huída y cayó dentro de una zanja. Aristeo la alcanzó, pero para entonces Orfeo también había llegado al lugar, y el dios decidió que lo mejor sería desaparecer.
Cuando Orfeo estaba a punto de rescatar a Eurídice de la zanja, le pareció ver algo que se movía en el oscuro agujero.
Su mujer había caído en la madriguera de una víbora, y cuando ya la tenía entre sus brazos, el reptil clavó con furia sus colmillos en el tobillo de la pobre Eurídice, que dejó escapar un suspiro de agonía y prácticamente murió en el acto, a causa del veneno.
Orfeo, sin creerse lo sucedido, la acercó a su pecho, le cantó una preciosa canción al oído, la acunó entre sus brazos, suplicándole que volviera con él, trató de reanimarla, sin éxito. Era demasiado tarde, el veneno ya había actuado y se la había llevado. Orfeo, roto de dolor, lanzó un grito que pudieron oír todas las criaturas del bosque, los dioses y las ninfas. No podía vivir sin su amada, no quería vivir sin ella.
La muerte de Eurídice cambió a Orfeo para siempre. Dejó su lira, dejó de tocar y cantar, vivía sin ganas, sin música, en absoluto silencio.
La naturaleza, los animales, los humanos y hasta los dioses echaban en falta las melodías de Orfeo, por eso Apolo decidió visitarlo un día. Convenció a su predilecto para que volviera a tocar la lira, que tratara de recuperar a Eurídice si tanto la extrañaba. La única manera posible era bajar al Hades o Inframundo y hablar con sus reyes: Hades y Perséfone.
Orfeo, que no tenía nada que perder, decidió intentarlo. Llegó hasta el Inframundo, ante la puerta que custodiaba el can Cerbero, de tres cabezas. Orfeo tocó una música tan bella que Cerbero, emocionado con semejante melodía, lo dejó entrar.
Lo mismo ocurrió con Hades y Perséfone. Al principio, se mostraron escépticos y no creyeron que la música de un joven les afectaría, pero cuando lo oyeron tocar, todas sus ideas previas se esfumaron.
Hicieron aparecer al espíritu de Eurídice, y prometieron a Orfeo que podría volver a la vida, con una condición: debía regresar al mundo de los vivos sin girarse para mirar a su esposa durante todo el trayecto, no hasta que llegaran arriba. No fue un camino fácil, Orfeo estuvo tentado a girarse durante muchas veces, pero por fin deslumbró el sol y la claridad del día. La felicidad lo embriagó y se giró al fin para observar a su amada esposa. Cuando se dio la vuelta, comprobó con horror que había ido demasiado deprisa, y uno de los pies de Eurídice seguía aún en el reino del Hades. Ambos compartieron una última mirada desangelada y Eurídice se desvaneció, la había perdido para siempre.
La última etapa de la vida de Orfeo fue triste. Siguió en duelo por su esposa, aunque retomó la música, lo único que lo hacía sentirse algo mejor. Muchas mujeres lo deseaban ahora que estaba viudo, pero él era incapaz de olvidar del todo a Eurídice. Aquellas mujeres, cansadas de desplantes, atacaron a Orfeo en un ataque de rabia hasta despegar sus extremidades del resto de su cuerpo, y su cabeza, que fue arrojada al río no dejaba de cantar.
Las musas recuperaron el cuerpo completo de Orfeo y pudieron colocarlo en un lugar de descanso. El músico pudo al fin entrar al Hades y pasar la eternidad en el Inframundo con su querida Eurídice.