- Surgido del Caos
- Gea y sus primeros hijos
- El cielo y la Tierra
- La venganza
Para comprender la existencia de Gea, debemos remontarnos a los orígenes del mundo según los griegos. En el inicio, sólo estaba el Cosmos (Universo) y dentro de este el Caos, que equivaldría a un pequeño pliegue, una acumulación de materia en el infinito Cosmos.
Esa materia, en algún momento (recordad que aún no podemos referirnos a un tiempo, porque no existía) tomó consciencia de sí misma, y provocó una especie de estallido, un estornudo, un bostezo… como queramos llamarlo. De ahí surgieron otras cosas: “hijos” (si es que podemos considerarlos así) pero descendencia en cierto modo que formaba parte del Caos hasta que se separó de él, tomando consciencia propia.
Brotaron dos creaciones: Érebo (la oscuridad) y Nix (la noche). Estos “elementos” rápidamente se volvieron inseparables, y de su unión surgieron Hémera (el día) y Éter (la luz).
Pero el Caos engendró también a otras dos entidades fundamentales: Gea (la Tierra) y Tártaro, personificación de las cavernas, las profundidades, lo subterráneo.
Todas estas entidades son popularmente conocidas como las deidades o los principios primordiales. Esto se debe a que, a diferencia de los futuros dioses (tan similares a los humanos en ciertos aspectos), las deidades primordiales carecían de carácter, de sentimiento… todas ellas se esparcieron, surgieron del Caos y se fueron extendiendo, aguardando para crear algo más.
Sin tiempo, sin dioses, y por supuesto sin humanos. Por aquel entonces, el mundo estaba en silencio, en espera. Pero Gea cambió eso, cuando ella misma se arrancó a dos “hijos” del cuerpo, que hasta el momento formaban parte de ella, hasta que al separarlos cobraron conciencia propia.
Eran Ponto (el mar) y Urano (el cielo).
Por otro lado, Hémera y Éter procrearon, y de su unión nació Talasa, el equivalente femenino de Ponto.
Con más nacimientos de principios primordiales, las cosas iban avanzando, formándose poco a poco, aunque aquello ya establecido era aún muy escaso, todavía quedaba mucho por hacer.
Urano, el cielo, cubrió a la Tierra, a su madre, a Gea, en todos los sentidos. Y gracias a ambos, ocurrió un fenómeno asombroso: el nacimiento (al fin) del Tiempo. Y con él, las cosas fueron cobrando mayor sentido, carácter, personalidad…incluso drama. En definitiva: todo empezaba a tener un significado.
Alumbraron primeramente a doce hijos, sanos, fuertes y muy poderosos: seis varones: Océano, Hiperión, Ceo, Crío, Jápeto y Crono. Y seis hembras: Temis, Tea, Mnemósine, Tetis, Febe y Rea.
Los doce se convirtieron en la Segunda Generación de divinidades (aún no podemos llamarlos dioses).
Sin embargo, no contentos con estos hijos, Urano y Gea deseaban mayor número de descendencia, y los siguiente fueron unos trillizos fuertes, enormes y nada agraciados: los Cíclopes, seres gigantescos con un sólo ojo en el centro de su frente. Sus nombres eran: Brontes (el trueno), Estéropes (el relámpago), y finalmente Arges (el resplandor).
Y a ellos los siguieron otro grupo de trillizos aún más terrorífico y abominable, los conocidos como Hecatónquiros, del griego Ἑκατόγχειρες (hekaton, significa “cien”, y quiros “manos”). Estos seres inimaginables para nosotros eran muy poderosos y feroces, cada uno tenía cincuenta cabezas y cien manos. Se llamaban Giges, Coto y Briareo.
Gea, como Madre Tierra, amaba todas sus creaciones, y (aunque a su manera) quería a cualquiera de sus hijos por igual, sin importarle su aspecto y sus características. Pero a Urano no le ocurría lo mismo, y detestaba a estos últimos trillizos, le parecían criaturas feas, deformes y repugnantes. Por eso, en cuanto nacieron los empujó con odio al vientre de Gea, condenándolos a no ver la luz jamás, por ser tan horribles para la vista.
Cuando hablamos del vientre de la divinidad, debemos imaginarnos que los enterró bajo tierra, o los lanzó a un agujero.
Y a Gea, como es lógico, no le sentó nada bien esta actitud. La divinidad de la Tierra podía amar infinitamente, pero también era terriblemente vengativa, y el ultraje que había sufrido por parte de Urano no iba a quedar en el olvido, el cielo merecía un castigo.
Lo primero que hizo Gea fue fabricar un arma. Creó una hoz, una guadaña gigantesca con una hoja curva, en forma de media luna, perfectamente afilada y preparada.
Fue en busca de sus doce queridos hijos, preguntando uno a uno si querían ayudar a derrotar, o mejor dicho, destronar a Urano, y a cambio el poder de su padre sería de aquel o aquella que actuara.
A pesar de las palabras de Gea, sus hijos no parecían muy convencidos o entusiasmados con la idea de atacar a su padre, les infundía demasiado respeto. Todos menos el menor de los hermanos: Crono (o Cronos), que sorprendentemente no soportaba a su padre, y deseaba arrebatarle su poder y bajarle esos aires de superioridad.
Gea, encantada con la determinación y el arrojo de su pequeño, le ofreció la hoz, que este sostuvo ágilmente, y su madre le dio unas indicaciones: debía esperar a la noche, Urano bajaría a cubrirla, en ese momento debía atacar.
Y así se hizo, Crono permaneció oculto, a la espera, y cuando Urano llegaba ya, a punto de cubrir a Gea, el menor de los hijos salió de su escondite y lanzó la guadaña con fuerza, su hoja silbó en el aire, cortando los genitales de Urano de cuajo.
Mientras el cielo debía lanzar el más terrible de los gritos a causa del dolor, Crono atrapó los genitales de su padre al vuelo, victorioso, y a la vez asqueado, los lanzó lejos, hasta que estos cayeron al mar.
La venganza se había llevado a cabo, y así madre e hijo destronaron a Urano.