¿Y si las dos guerras mundiales que la humanidad sufrió en el siglo XX ya hubieran tenido una especie de precedente en la antigüedad clásica? Hace miles de años, dos potencias -Cartago y Roma- se enfrentaron a lo largo y ancho de buena parte del mundo que, entonces, la región mediterránea conocía. Fueron las Guerras Púnicas.
Las Guerras Púnicas fueron una sucesión de tres conflictos bélicos que enfrentaron a Roma y Cartago entre ellas y junto a sus respectivos aliados.
La Primera Guerra Púnica empezó en el 264 antes de Cristo, y se extendió hasta el 241 a.C y la forma en la que empezó recuerda a la de muchos conflictos modernos: dos estados de menor tamaño y entidad, se pelean entre ellos, pero llega un momento en el que solicitan ayuda a las potencias.
En este caso fueron Siracusa y Mesina, ambas ciudades estado ubicados en la isla de Sicilia.
Sicilia ha sido considerada ya desde la tardía antigüedad un granero enorme y, de ahí, su interés estratégico para ambas potencias. De hecho, no pocos historiadores opinan que Roma pudo erigir un imperio de sus dimensiones gracias a que Sicilia le solucionó el abastecimiento de grano.
Siracusa había conseguido una situación ventajosa ante Mesina, hasta tal punto que puso sitio a la ciudad. Los dirigentes de Mesina solicitaron entonces apoyo a Cartago, la cual quiso dejar en Mesina una guarnición de sus tropas, algo que no hizo mucha gracia a los habitantes de Mesina, por lo que sus dirigentes decidieron pedir ayuda a Roma, la cual también decidió mandar su propio contingente de tropas… y ya tenemos el escenario a punto para la confrontación.
Por aquel entonces, las posesiones cartaginesas superaban a las romanas en extensión: frente a la bota itálica casi hasta su unión con el resto del continente europeo, Cartago tenía toda la costa norteafricana, las islas Baleares, Córcega, Cerdeña y casi toda Sicilia, y una parte importante de lo que hoy es Andalucía, en España.
No disponer de un imperio ultramarino, a diferencia de su contrincante, con posesiones fuera de su continente a la que sólo se podía llegar en barco, dejaba a Roma en una posición de desventaja en el caso de generalización del conflicto por el Mediterráneo occidental, ya que ni la flota romana podía hacer sombra a la cartaginesa, ni los romanos tenían la tecnología y los conocimientos para ponerse a la altura.
Pero, para suerte de Roma, la primera parte de la guerra se realizó sobre tierra firme, en Sicilia concretamente, dónde Roma doblegó a Siracusa y a algunas otras ciudades hasta entonces fieles a Cartago. Superando algunos fracasos puntuales, Roma acabaría haciéndose con toda Sicilia, pero no aún.
En este punto, los generales romanos pensaron entonces en una invasión de África.
Como haría milenios más tarde Winston Churchill al proponer la zona de Gallipoli para atacar el corazón del Imperio Otomano, los romanos decidieron desembarcar cerca de Cartago para atacar directamente la capital del enemigo y así forzar su rápida rendición.
Pero los planes romanos se torcieron, la fiera e inteligente resistencia cartaginesa infligió varias derrotas a las legiones, que tuvieron que acabar retirándose del continente africano.
El combate entonces volvió a centrarse en Sicilia, donde los romanos continuaban progresando, aunque la victoria final vendría de la mano de un combate naval.
Cuenta la leyenda que Roma construyó una poderosa flota a partir de una nave cartaginesa capturada.
Pese a lo que sería después, la República Romana era un país descendiente de campesinos, con poca experiencia marítima, pero con un espíritu altamente adaptable que se demostraría en más ocasiones en el futuro al ir adoptando armamento de los enemigos que se iban encontrando debido a su expansión.
La batalla de las islas Egadas se mostró decisiva, y forzó a los cartagineses a negociar la paz.
Roma fue dura con sus enemigos vencidos: Cartago podía olvidarse de Sicilia, así como tenía que entregar rehenes y pagar una cuantiosa indemnización.
En total, el conflicto había durado 23 años, una guerra de desgaste en toda regla que había dejado a ambas ciudades con las arcas casi vacías, y mermadas a nivel demográfico. Roma, además, sustituía a la metrópoli púnica como potencia marítima mediterránea. Ahí empezarían los romanos a llamar “Mare Nostrum” (nuestro mar) al Mediterráneo.
La prohibición de atacar a los aliados del otro bando sería el germen que desembocaría en el segundo de estos enfrentamientos
El episodio más conocido de la Segunda Guerra Púnica es, sin lugar a dudas, el protagonizado por el caudillo Aníbal con su ejército y los legendarios elefantes.
El detonante de dicha guerra fue el control de Hispania; Aníbal atacó Sagunto, ciudad situada teóricamente en zona de influencia cartaginesa, pero aliada de Roma, lo cual llevó a los romanos a intervenir, declarando nuevamente la guerra a Cartago.
Habiendo perdido Cartago su superioridad naval y encontrándose en condiciones de inferioridad para enfrentarse a Roma, Aníbal decide dar un golpe audaz: atravesar Hispania, superar los Pirineos, y entrar en la Península Itálica por el norte, llevando la guerra a la misma Roma.
A medida que se acercaba a territorio controlado por los romanos, pasando a través de lo que hoy es Cataluña y el sur de Francia, las tropas de Aníbal tanto luchaban contra las tribus y pueblos que encontraban si se les oponían, o bien les reclutaban para su empresa.
Pese a la leyenda de los elefantes, la mayoría no superaron el paso de los Alpes. Pilló a los romanos por sorpresa, pues esperaban un ataque naval y consideraban que la osadía de cruzar los Alpes era, simplemente, imposible.
La primera batalla en suelo itálico, la de Trebia, ya fue un descalabro para las tropas romanas, que perdieron el 75% de sus efectivos, 30.000 de 40.000 hombres.
Esto no era más que el principio de una serie de derrotas que humillaron a Roma y encumbraron la leyenda del general cartaginés Aníbal.
En el lago Trasimeno, una de las batallas más famosas de la contienda, los cartagineses rodearon a las legiones romanas contra el lago Trasimeno.
La victoria fue total y el ejército romano aniquilado, hasta tal punto que a Aníbal se le abrió el camino para asediar Roma directamente.
Un camino que no tomó, habida cuenta de que no disponía todavía de bases de aprovisionamiento en Italia, y de que tampoco tenía la maquinaria de asedio requerida.
Así que decidió atravesar toda Italia de norte a sur para intentar que las ciudades griegas del sur, bajo yugo romano, se rebelaran y se unieran a su bando.
Cannae (Canas) fue el siguiente episodio vergonzante para el ejército romano, que fue derrotado por una maniobra tan genial de Aníbal, que esta todavía se estudia a día de hoy en las academias militares.
“Hacer un canas” al ejército enemigo es, esencialmente, rodearlo y destruirlo.
Pero si excepcional fue la victoria de Aníbal, excepcionales fueron también las lecciones que los romanos extrajeron de este episodio; a partir de entonces, Roma declinó enfrentarse en batalla campal a campo abierto a las fuerzas invasores, practicando una política de “tierra quemada” consistente en dificultar, con el objetivo de impedir, el abastecimiento de las tropas invasoras.
Es la misma táctica que Rusia utilizaría milenios más tarde contra la Grande Armée napoleónica primero, y contra la Wehrmacht alemana después.
Otro episodio famoso de esta contienda fue el sitio de Siracusa (Sicilia), ciudad que se alió con Cartago para librarse del yugo romano, y en la que vivía el famoso físico y matemático Arquímedes.
Sus máquinas de guerra dificultaron la toma a los romanos de la ciudad, aunque finalmente lo consiguieron. Arquímedes perdió la vida en el saqueo posterior, a manos de soldados romanos.
Roma decidió entonces cortar los suministros que a Aníbal le llegaban desde Hispania, en manos cartaginesas, así como disponerse a atacar la misma Cartago.
Fue Publio Cornelio Escipión quien se encargó de ello, aunque en el impás, en Italia Aníbal había llegado a presentarse ante las murallas de Roma, y una fuerza expedicionaria cartaginesa comandada por su hermano Asdrúbal fue aniquilada por las legiones romanas en el norte.
Una vez completada la conquista de Hispania, Escipión se lanzó sobre Cartago.
Los reveses que sufrió Cartago en tierras africanas durante la campaña forzaron al senado cartaginés a llamar a Aníbal para que volviera, cosa que el general hizo.
La batalla de Zama, y la derrota de las tropas de Aníbal, concluyó el apartado militar de la Segunda Guerra Púnica.
Nuevamente, los cartagineses habían sido derrotados, pese a que esta vez habían puesto contra las cuerdas a sus enemigos romanos. El precio a pagar también fue duro: pérdida de todas las posesiones cartaginesas fuera de África, entrega de toda la flota a Roma, prohibición de declarar la guerra sin el permiso de Roma, y el establecimiento de Numidia como aliada de Roma haciendo frontera con cartago, como una especie de vigía.
También, naturalmente, el pago de indemnizaciones de guerra por parte de Cartago estaba previsto.
“Carthago delenda est” (Cartago debe ser destruída, en latín) fue la máxima que Catón el Viejo recitó una y otra vez ante el senado al final de sus discursos. Y al final consiguió que se cumpliera.
La Tercera Guerra Púnica es la más breve de las tres (149 a 146 a.C.), y puede resumirse en el sitio, saqueo y destrucción de Cartago por parte de los Romanos.
Fue desde el principio una guerra de exterminio, desde el casus belli utilizado para justificarla (el ataque de Numidia a una ciudad cartaginesa y la posterior respuesta de estos), hasta la forma de proceder, borrando a Cartago del mapa.
Fue borrada hasta tal punto que los romanos no solamente destruyeron el lugar hasta sus cimientos, sino que además salaron la tierra, para que allí no volviera a crecer nada en décadas.
Las Guerras Púnicas fueron verdaderas guerras mundiales de la antigüedad (por lo menos, del mundo que se conocía), enfrentamientos que modificaron la faz del mundo.
Porque, pensémoslo: ¿qué hubiera pasado de ganar Cartago? La sociedad occidental, la americana (heredera de esta), y las demás sociedades del mundo (influenciadas por esta con el colonialismo) hubieran sido muy diferentes, tal y como lo eran los cartagineses (más orientalizados y africanizados) de los romanos.