- De la sangre derramada y la espuma del mar
- Un matrimonio de contrarios
- Haz el amor y no la guerra
- Otros caprichos
- Un niño cariñoso pero traicionero
- Y del mármol se hizo carne
- Pigmalión se enamoró de su propia obra y deseó que fuera una mujer real
Cuando Crono derrotó a su padre (Urano), amputando sus genitales y arrojándolos lo más lejos posible, estos cayeron en el inmenso mar. De la sangre derramada y la espuma que se formó nació Afrodita. Y según la tradición, ayudada por divinidades del viento (Bóreas, el viento que sopla del norte, y Eolo, dios de todos los vientos) fue guiada o transportada hasta tierra, concretamente a la isla de Chipre, que se asocia siempre con la diosa del amor, ya que aunque surgió del mar, esta era la isla más cercana.
Igual que la diosa Atenea, Afrodita nació ya con apariencia adulta, y contaba con una belleza imposible, que enamoraba tanto a los mortales como a las otras divinidades.
Afrodita, siendo la diosa más bella, acabó casándose con el dios menos agraciado: Hefesto (o Vulcano), dios del fuego y la fragua, que por su fealdad había sido rechazado por su madre Hera nada más nacer, ya que lo lanzó siendo un bebé desde el Monte Olimpo hasta la tierra, caída que provocó una cojera perpetua al desafortunado dios.
Hefesto, como la mayoría de dioses, estaba completamente enamorado de Afrodita, y a ella Hefesto le generaba simpatía, incluso pena. Celebraron una pomposa boda en el Monte Olimpo, a la que asistieron todos los dioses, perplejos ante semejante unión.
Hefesto colmaba a Afrodita de atención y regalos, fabricó preciosas joyas y objetos mágicos, pero su amor no era correspondido, la diosa del amor no podía pertenecer a un sólo dios, y menos si no lo amaba.
Afrodita encontró gran afinidad con un dios opuesto a ella: Ares (o Marte) la divinidad de la guerra, un dios frío, cruel y calculador, pero que se sentía tremendamente atraído hacia la diosa más bella.
Ambos tenían una conexión muy especial, y Afrodita no dudó en engañar a Hefesto con Ares, al que tanto deseaba. Juntos tuvieron varios hijos.
Al cabo de un tiempo, y gracias a Helio, la divinidad del sol, que todo lo veía, Hefesto descubrió el adulterio de su mujer y se sintió abatido por una enorme ola de tristeza, que poco después sustituyó el ansia de vengarse. Como el fuerte de este dios era fabricar maravillosos objetos, preparó una fina red de oro mágica, que atraparía a Afrodita y Ares cuando yacieran juntos en la cama.
Y así fue, los dioses se encontraron de pronto cautivos en una finísima pero resistente red dorada, y todos los dioses del Olimpo pudieron verlos en esta tesitura, para gran humillación de ambos. Sólo Hefesto pudo liberarlos, una vez quedó satisfecho.
Ares no fue el único amante de la diosa del amor.
“Para la más bella” (o la que se lió por una manzana)
La famosa Guerra de Troya fue gestándose mucho antes de la confrontación entre griegos y troyanos a causa de Helena. Empezó con los dioses.
Tetis (divinidad marina) y Peleo (rey mortal de la pequeña isla de Ftía) se casaban por todo lo alto (el hijo resultante de este híbrido matrimonio fue el gran héroe Aquiles), y Zeus, invitó a todos los dioses, excepto a Eris, la vieja diosa de la discordia, se olvidó de ella completamente.
Eris, furiosa, planeó una venganza mediante lo que mejor se le daba: generar discordia.
En el banquete nupcial, esta diosa sobrevoló la mesa principal y dejó caer con estrépito una manzana dorada. Sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
En la mesa se hizo un silencio sepulcral. Nadie podía despegar los ojos de aquella fruta, la manzana más grande y perfecta que habían visto jamás, que brillaba como si fuera de oro. Esta, además tenía una inscripción en griego: “τῇ καλλίστῃ”, que literalmente significa “para la más bella”.
Tras leer esta frase, fueron tres diosas las que rompieron el silencio: Hera, Atenea y Afrodita.
Todas ellas creían que la manzana les pertenecía, se consideraban las más bellas.
Como no conseguían ponerse de acuerdo, pidieron a Zeus que escogiera a la merecedora de la fruta dorada. Zeus, temeroso ante el reto de escoger entre su esposa, su hija o la bella pero temible Afrodita, se lavó las manos y pasó esta compleja decisión a un mortal: Paris, el príncipe troyano menor.
Cada diosa, tratando de ganárselo, intentaron chantajearlo con diversas propuestas: Hera le ofreció riquezas ilimitadas, Atenea le prometió que si la escogía a ella, ganaría todas las guerras a las que se sometiera, y Afrodita le aseguró que a cambio de la manzana, le conseguiría a la mujer mortal más hermosa del mundo (es decir, Helena de Esparta). Paris, que era un príncipe presumido sin interés en la patria o la lucha, se decantó por Afrodita, que se convirtió en la victoriosa de esta competición
El hijo más famoso de Afrodita fue Eros (o Cupido), dios del amor. La diferencia con su madre, es que cada uno de ellos se asocia a un amor diferente. Mientras que Afrodita simboliza el amor puro, noble, sincero y auténtico, Eros se relaciona exclusivamente con el amor pasional, caprichoso y más traicionero. Al disponer de sus flechas para provocarlo, este amor no es de verdad como el de su madre.
Un sentimiento tan fuerte como el amor es siempre complejo e irracional, pero incluso en el amor hay bien y mal.
Un interesante mito en el que Afrodita tuvo un importante papel fue el de Pigmalión y Galatea.
Pigmalión reinaba la isla de Chipre, en solitario. Era muy exigente con el matrimonio y sólo quería casarse con una mujer que considerara muy bella. Nunca la halló, y frustrado, decidió dedicarse a la escultura, creando bellas obras exclusivamente de figuras femeninas. Llamó a una de sus creaciones Galatea, su obra maestra, una mujer de mármol con una belleza arrebatadora, con una anatomía tan conseguida que parecía de carne y hueso.
Afrodita, viendo que el amor que sentía hacia la escultura era tan puro e intenso, se apiadó del rey y apareció ante él en su taller. Con una dulce voz, Afrodita le dijo que había oído sus plegarias, y que merecía que su deseo se hiciera realidad. Con su magia, Afrodita convirtió a Galatea en una mujer real, se produjo el milagro: del mármol se hizo carne.